Baricentro by Hernán Migoya

Baricentro by Hernán Migoya

autor:Hernán Migoya [Migoya, Hernán]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2020-03-01T00:00:00+00:00


Los Airgam Boys

Mi madre siempre temía que me pasara algo malo si andaba a mi aire por Barberà: como en toda periferia populosa, en efecto existía alguna posibilidad de robo o violencia inesperada, pero su temor convertía aquellos andurriales en poco menos que Dodge City, así que no tardó en contagiarme esa aprensión a circular solo por el pueblo. Ante la perspectiva de salir a la calle para arriesgarme a caer en las manos de algún maleante o en una discusión de navajeros, y la de quedarme en casa jugando, a resguardo del indómito barrio, esta última resultaba la opción más atractiva…

Desde muy enano me chiflaba jugar con muñecos y fantasear historias para ellos. Me gustaban todos, también los pasados de moda, esos soldados, vaqueros e indios de plástico monocolor que se sostenían por una base plana pegada a los pies como surfistas en tierra firme.

Los más modernos eran los Big Jim. Más que los Madelman, que me parecían su versión Alan Ladd: bajita y poco articulada. Y por descontado más que los Geyper Man, demasiado grandotes y pesados para escenificar la variedad de maniobras que les tenía reservadas. Los Big Jim, en suma, ganaban en sofisticación. Por algo venían de América. El único problema es que se partían enseguida. Se les descalabraba fácilmente el engranaje de una pierna o de la cintura, y como los vendían tan caros, pues apenas vi un Big Jim a lo largo de mi infancia. Es triste, la verdad.

Por eso yo prefería los Airgam Boys, porque eran más de batalla. Si se rompían no perdían su funcionalidad, seguían resistiendo mínimamente operativos, y su sensato tamaño inspiraba escenas más elaboradas y dinámicas en mis manos canijas.

Durante años fui el orgulloso poseedor de una valiosa caja de zapatos repleta de Airgam Boys y sus accesorios —coches, caballos, correajes, de todo y de nada a un tiempo, y lo que no había lo suplía mi imaginación—, y cada día me encerraba con ellos a jugar sobre mi cama o la alfombra, durante una hora al menos. Me inventaba tramas vaqueriles o policíacas que me facilitaran el poner en aprietos a mis muñecos y hacerles ejecutar acciones violentas, tramas que eran excusas para encajar en sus manitas escleróticas las metralletas, pistolas y demás complementos bélicos de que disponía, recuperados del fondo de mi cofre de cartón. Solía fijarme en las series de televisión de entonces y recreaba algún capítulo, improvisando también episodios nuevos para Los hombres de Harrelson o Starsky y Hutch o Los casos de Rockford con mis intrigas originales. O me sacaba del magín una serie inexistente con personajes y argumentos de creación propia y adaptada a la tullida realidad de mis actores.

Como un Gulliver de frenopático arrojado entre un puñado de liliputienses inanimados, les insuflaba vida con mis garras para protagonizar vibrantes capítulos; pero antes imitaba las cabeceras de créditos yanquis y congelaba a mis airgams en ensalada de violencias, visualizando superpuestos los nombres de mis estrellas, mientras con chasquidos de lengua y vientos nasales emulaba los temas catódicos setenteros —Mike Post era mi referente—.



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